ANDRÁS SCHIFF, MÚSICO NOTABLE
Teatro Colón
Miércoles 22 de Agosto
Escribe: Carlos Ure
Fotografias: Arnaldo Colombaroli
Programa:
Beethoven: Sonata Nº 30, en mi mayor, opus 109;
Bartók: Sonata (1926)
Janacék: Sonata (1905)
Schubert: Sonata en sol mayor, D 894.
András Schiff, piano.
El miércoles, en el Colón, András Schiff protagonizó una velada de rango decididamente estelar. Es que el artista húngaro expuso a lo largo de un programa de relevante diversidad cualidades superlativas en materia de musicalidad e interpretación, armado del discurso, nitidez de toque, calibre y pureza del sonido. Dejamos de lado lo que hace a la técnica pianística, porque ese costado se encuentra básicamente superado y fuera de todo análisis.
      Beethoven, en el comienzo 
    El recital se inició con una de las últimas sonatas de Beethoven, en  cuya traducción el músico de Budapest puso en evidencia diafanidad de pulsación  y un montaje estructural de óptima calidad. Es cierto que a lo largo de esta  obra “indefinida e indefinible” se pudo advertir una concreta disparidad  conceptual, porque a la par de momentos de bordado romántico muy pulcro, otros  fueron casi restallantes y de contrastante vigor. Pero en definitiva, parece  correcto señalar que András Schiff desplegó la Sonata opus 109, contemporánea  de la Novena y de la Missa Solemnis , con una libertad de desarrollos que  aparece implícita en su propia esencia.
      A continuación, la Sonata , de Bartók, trabajo semi-salvaje, rapsódico,  fundamentalmente percusivo, posibilitó la exhibición de un mecanismo preciso,  infalible, de singular vibración rítmica.
      De características bien diferentes, la Sonata , de Janacék, revelada  como en trance, fue ejecutada luego con sonoridades contrapuestas, en las que  cohabitaron presentimientos arcanos, de sensible penetración y delicado fraseo,  con otros trozos de rotunda convicción. 
      Schubert, magistral 
      Sin embargo, fue en su segunda sección donde el recital alcanzó un nivel  realmente  antológico. En efecto; en su versión de la Sonata D 894, de  Schubert, el tecladista magyar, por naturaleza “antiefectista”, edificó su  lenguaje con sublime levedad y deslizamiento agraciado, dentro de un espectro  dinámico sabiamente elaborado con tensiones y distensiones, sones y silencios,  gradaciones de increíble plasticidad. Puede afirmarse que en su entramado cada  nota se vio  valorizada en su propia, individual dimensión, ello sin  perjuicio de un arco expresivo alado, absolutamente integrado.
      En este marco, el enfoque de la pieza schubertiana se inclinó antes que  otra cosa por un dominante perfume nostálgico, parsimonioso, propio de la Viena  cuyo ocaso se vislumbraba inevitable. Pero aparte de ello, Schiff lució acordes  inusualmente transparentes (casi como si se los pudiera defragmentar), escalas  aterciopeladas y una construcción subyacente y progresiva que fue atrapando al  público de manera envolvente. Su intensa comunicatividad (aun en los  pianíssimos),  refinada arquitectura, y la acabada redondez de su cadencia  fueron también factores que se añadieron para conformar una jornada de categórica  excepción.
                                            Carlos Ernesto Ure




