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"El Ángel de Fuego", de Prokofiev

 

Jueves 19 de Noviembre de 2015

Escribe: Diego Montero

 


Hace pocos días en un importante diario de nuestro país salió publicada la siguiente noticia firmada por Mariano Donadío: Los agentes de limpieza del Museion de la ciudad de Bolzano, Italia, limpiaron toda la sala que albergaba una obra de arte moderno, confundiéndola con basura.


Razones había. La pieza en cuestión titulada “Where shall we go dancing tonight?” (¿A dónde podemos ir a bailar esta noche?), consistía en un salón sembrado de botellas de champagne vacías, colillas de cigarrillos, guirnaldas y papel picado.


La curadora del museo Letizia Ragaglia, contó que “el Viernes hubo una celebración y le pedimos al personal de limpieza que únicamente recogiera la basura y que dejaran el resto de las cosas tal cual estaba”. Se olvidaron de comunicar cuál era la basura y cual la exposición.
Las autoridades de la institución podrían contraatacar con la pregunta: “En el fondo, ¿qué es el arte?”

 

Hasta aquí la noticia del diario.
Más allá de lo gracioso del suceso, una muy seria cuestión surge de ella: Saber si la pregunta final de las autoridades del Museion es el verdadero problema para explicar la confusión de los operarios de limpieza.


Entendemos que preguntarse qué es el arte no es el problema dado que arte es todo acto creativo, desde el dibujo de un niño de tres años hasta la Pietá de Miguel Ángel pasando por la construcción de un hornero. Artista, artificial, artífice tienen la misma raíz que refiere a la capacidad de crear. El problema está entonces en la valoración del hecho artístico. Y acá hay que caminar con paso lento y seguro.

 

Proponemos la siguiente “regla” para valorar las obras de arte: Una obra es “mejor” que otra dependiendo del tiempo que ha tardado su creador en producirla. Esta regla rápidamente y de manera objetiva nos permitiría clasificar las obras y establecer una jerarquía entre ellas. Sin embargo es evidente que esta regla no sirve porque la experiencia nos indica que obras maravillosas fueron confeccionadas en breves instantes y, el pícaro de siempre, se demoraría unas cuantas semanas en esparcir las colillas de los cigarrillos por el piso para luego secarse la frente por la ardua e intensa tarea.

Probemos con la siguiente regla: Una obra artística es “mejor” que otra dependiendo de la intensidad que nos genere en el movimiento hacia el Bien.
¡Bueno!! Acá hay que hacer un alto y tratar de explicar un poco.

 

Sabemos que el amor es la atracción general del bien. También sabemos que cuanto más fuerte es esa atracción al bien, más intenso es el amor, entonces podemos concluir que cuanto más fuerte es esa “atracción amorosa” en una obra de arte, mejor es, o para decirlo con mayor claridad, más bella es.

En Dios el Amor y la Belleza se confunden. Sus respectivas definiciones son iguales. Distinguir en Dios entre el Amor y la Belleza no se puede. Ambas cosas son lo mismo.


En el hombre sí se pueden distinguir por la atadura que este tiene con su cuerpo y así nos resulta fácil identificar por ejemplo, entre el amor sexual o el amor conyugal o fraterno y entre la belleza natural y la belleza trascendente.

 

El Furnarius, atraído por el bien, construye su nido y en ese sentido es un artista, sin embargo no es libre para negarse a hacerlo y tampoco lo es para modificar su estructura porque el motor de su acto creativo es el instinto. En el hombre hay varios motores. Los que responden a su estructura psíquica inferior, los instintos por ejemplo; los que responden a la estructura psíquica “media” como por ejemplo las pasiones; y los que responden a la estructura psíquica superior como la inteligencia y la voluntad.
En las obras de arte se reflejan esos motores que son percibidos por cualquier observador de manera intuitiva. Esto es muy importante porque significa que no es necesario ser un académico para percibir la belleza de una obra de arte.


Por otro lado reconocemos en cada obra artística una pericia técnica en su confección y allí encontramos entonces el nivel de su hermosura.


Entonces en el hecho artístico reconocemos: A la hermosura en su confección que dependerá de la pericia del artista; al amor en función de su tendencia al bien, y por último un fin superior que es su belleza.

 

Toda esta introducción la creímos necesaria para justificar nuestro juicio sobre la ópera de Prokófiev, el Ángel de fuego. Creemos que dicha obra no mueve a los individuos al bien por medio del amor. Es decir no es bella.


Por un lado posee un libreto paupérrimo, lleno de inconsistencias literarias, sin lógica continuidad, con diálogos inconsistentes y ridículos; con la esporádica aparición de personajes ajenos al hilo enmarañado y absurdo de la historia; por el otro la creación sonora de Prokófiev consiste en un tratamiento especial del sonido, por momentos demasiado agresivo, para crear colores y espléndidos efectos, con increíbles variaciones rítmicas, en el intento de respaldar al libreto. Algo interesante, para los primeros 15 minutos de la obra, pero tedioso y al extremo aburrido de soportar durante las horas que se demoró el desarrollo de sus 5 actos. Justificar positivamente esta obra y las similares marcando que poseen complejísimas combinaciones armónicas como si fuera ese un fin en sí mismo y no un medio, es como enaltecer una torta porque posee complejísimas combinaciones de ingredientes que van desde el dulce de leche hasta la mayonesa. Esa torta seguramente será asquerosa. En cambio la sencillez armónica y simpleza melódica de la torta de frutillas con crema, fue es y será increíblemente... bella.

 

No es válido descalificar esta opinión diciendo que otros críticos han comentado lo mismo de obras que después fueron reconocidas como maravillosas. Esos críticos hicieron sus juicios al día siguiente del estreno de la obra. Este juicio es distinto porque se hace 60 años después de su estreno al igual que el que hizo mi padre sobre una obra de Oliver Messiaen, también 60 años después de su estreno, tildándola de fraude. La única manera científica de marcar el error de estos conceptos y juicios es a través de la argumentación filosófica y no descalificando al autor. Hay que combatir al error y no al que yerra (San Agustín).


Por otro lado, es propio del crítico hacer este tipo de juicios y sería una inmensa cobardía no hacerlos porque “otros” se han equivocado. Pero obsecuentes cobardes hay en todos lados. Y algunos poseen títulos académicos.

 

Diego Montero