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Con un Wagner arreglado, de extensión colosal

 

 

UNA JORNADA LOCA EN EL COLÓN

 

Martes 27 de Noviembre

Escribe: Carlos Ure

 

 

“El Anillo del Nibelungo”, versión arreglada por Cord Garben del festival escénico de Richard Wagner. Con Jukka Rasilainen, Stig Andersen, Linda Watson, Leonid Zakhozhaev, Marian Ammann, Andrew Shore, Simone Schröder, Gérard Kim, Stefan Heibrach y Bernadette Fodor. Iluminación de Peter van Praet, vestuario de Nidia Tusal,  escenografía de Frank Schloessmann y Carles Berga  y “régie” de Valentina Carrasco.  Coro (Peter Burian) y Orquesta Estables del Teatro Colón (Roberto Paternostro).

 

Que un pianista y productor discográfico, Cord Garben, le hubiera enmendado la plana a Wagner, haciendo una suerte de edición resumida de los cuatro espectáculos de “El Anillo del Nibelungo”, propia de la colección Billiken, no fue el único componente negativo. Es cierto que las mutilaciones destinadas a comprimir todo en una sola jornada fueron aberrantes (se cercenó incluso gran parte de la aparición de Brünnhilde, según Ernesto de la Guardia una de las escenas más bellas de la Tetralogía ), que la idea es en sí descabellada, y por supuesto, que el público del Colón fue sometido a una sesión inhumana, de cerca de nueve horas de duración en la tarde de un día laborable, evento desde ya reservado sólo para ciertas elites y no para el espectador común.  

 

“Régie” improvisada

Pero el caso es que paralelamente con ello, Valentina Carrasco plasmó una puesta decididamente grotesca de la primera presentación mundial de esta especie de “compacto” masoquista, en cuyo contexto la acumulación incoherente de “boutades” apuntó (y esto fue de toda evidencia) a ocultar la improvisación con que se tuvo que manejar nuestra audaz compatriota, encargada de esta enorme “mise-en-scéne” con solo un mes de anticipación (sic), a partir del momento en que Katharina Wagner abandonó el proyecto, con serios cargos al teatro Colón esparcidos a nivel internacional.

 

Por lo demás, el vestuario de este engendro de patas cortas impropio de una sala lírica seria, diseñado por Nidia Tusal, fue simplemente estrafalario; la escenografía, mix anodino e irresuelto entre dos creadores distintos, virtualmente no existió, y en cuanto a la iluminación, a cargo de Peter van Praet, bien puede decirse que su elementalidad, sus desajustes e imperfecciones resultaron notorios.

 

 Aspectos musicales

Del extenso cuadro de cantantes (en el que no hubo argentinos), fueron rescatables el tenor Stefan Heibach (Loge), la mezzo húngara Bernadette Fodor (Flosshilde) y el barítono coreano Gérard Kim (Gunther), todos de muy correcta labor. Por su lado el finlandés Jukka Rasilainen (Wotan, disfrazado de general peronista-centroamericano) se desempeñó con compostura, pero careció de empaque y de relieve; el dinamarqués Stig Andersen (Siegmund) cumplió un cometido blando, de evidente mínimo esfuerzo y la soprano suiza Monica Ammann (Sieglinde), dueña de un metal atrayente, pareció más afín a otro repertorio.

 

En otros papeles, Simone Schröeder (Fricka) acreditó impecable estilo, y el británico Andrew Shore (Alberich) llenó su parte con esmero, sin sobresalir. El tenor ruso Leonid Zakhozhaev (Siegfried) lució a su vez registro consistente, efectivo, de inclaudicable lozanía, al tiempo que la veterana soprano norteamericana Linda Watson (Brünnhilde), arquetipo del anti- ”physique-du-rol” (el vestuario la perjudicó), exhibió un órgano vocal importante, afectado en muchos sectores por una fatiga de todo el mecanismo de fonación que la conduce a la pérdida de esmalte, el vibrato y las notas aceradas.

 

Preparado por Peter Burian, el coro estable desplegó una faena ajustada en el “El Ocaso de los Dioses” compendiado, sin exceder este nivel. En cuanto a la orquesta del Colón, o su falta de aplicación respecto de esta función fue concreta, o sus innumerables desprolijidades y grosores de sonoridad demuestran que no estaba en condiciones técnicas de abordar la empresa (ampliamente reforzado, el organismo se dividió en dos secciones, que se encargaron sucesivamente de la primera y de la segunda mitad de esta “folle journée”). Sustituto también de último momento de Julien Salemkour, estuvo a su frente Roberto Paternostro,  maestro que no trascendió los confines de una medianía de oficio práctico: su discurso, insanablemente lineal y despojado de matices, de toda intención de fraseo, se situó normalmente entre la rigidez de lenguaje y la grandilocuencia (los dos juegos de timbales tuvieron el martes su noche de apogeo).

                                

                                                                                                   Carlos Ernesto Ure