En la apertura de la temporada lírica del Colón
DISCRETA EDICIÓN DE “DON GIOVANNI”
Teatro Colón
Martes 5 de Abril de 2016
Escribe: Carlos Ernesto Ure (La Prensa)
“Don Giovanni”, ópera en dos actos, con libro de Lorenzo Da Ponte, y música de Wolfgang Amadeus Mozart. Con Erwin Schrott, Paula Almerares, María Bayo, Simón Orfila, Jonathan Boyd, Jaquelina Livieri, Mario De Salvo y Lucas Debevec Mayer. Iluminación de José Luis Fio-rruccio, escenografía de, Daniel Bianco, vestuario de Renata Schussheim y “régie” de Emilio Sagi. Coro (Miguel Martínez) y Orquesta Estables del Teatro Colón (Marc Piollet).
El Colón inauguró el martes su temporada lírica oficial con una nueva edición de “Don Giovanni” que con sus más y sus menos, no consiguió superar en líneas generales los límites de una honorable discreción. Digamos, para comenzar, que al frente de una Orquesta Estable de ajustado desempeño, estuvo en el podio el maestro parisién Marc Piollet, cuyas buenas intenciones en la búsqueda del matiz y el claroscuro, quedaron relegadas a segundo plano ante a su notoria falta de incisividad rítmica y una dinámica necesitada de mayor vuelo y tensión. Esto hizo, como es de imaginar, que en más de un pasaje, sobre todo en el segundo acto, el discurso mozartiano se tornara un tanto tedioso.
Un poco de todo.
En cuanto al cuadro de cantantes, cabe apuntar que el tenor estadounidense Jonathan Boyd (Don Ottavio) cumplió una labor por completo intrascendente, al tiempo que la veterana soprano navarra María Bayo (Donna Elvira), además de emisión irregular, debilidad en los graves y dificultades para el “legato”, mostró incertidumbres de afinación (“Mi tradì quell’alma ingrata”). El barítono balear Simón Orfila (Leporello), sin duda un profesional diestro, hizo oír por su lado un registro si se quiere rústico, de escasas vivencias interiores (el papel es muy rico).
Formado en nuestro medio son Renato Sassola, el bajo-barítono uruguayo Erwin Schrott (protagonista), de importante carrera en Europa, se destacó fundamentalmente en la composición del personaje, al que otorgó con notoria solvencia un sello estilizado, arrogante, bien desenvuelto. Vocalmente, en cambio, su labor resultó despareja, ya que alternó notas opacas y poco gratas (“Fin ch’han dal vino” y “Deh vieni alla finestra”, con su exquisita mandolina en “staccato”), con otras de mejor timbre y proyección, especialmente en la zona central.
En cuanto al resto del sector femenino, Paula Almerares (Donna Anna), a pesar de apretar y descubrir el pasaje alto, lució metal consistente, cargado de armónicos y pletórico de color, al tiempo que su colega, la soprano rosarina Jaquelina Livieri (Zerlina), un elemento en ascenso, exhibió voz cristalina y armoniosa, absolutamente homogénea.
Una puesta ágil
Preparado por Miguel Martínez, el Coro de la casa se manejó con corrección, sin ir para nada más allá, al tiempo que la puesta, presidida por Emilio Sagi, pareció creativamente innova-dora, sin avanzar para nada en la destrucción de la pieza matriz a que nos tienen acostumbrados los artífices del “Regie-Theater”. Miembro de una familia de célebres cantantes españoles, el experimentado “regisseur” asturiano ambientó la acción en la década de 1920, y tanto sea en la marcación individual como en los movimientos de conjunto le otorgó permanente agilidad y flui-dez. (esto sin soslayar algunas “boutades” poco logradas o la ausencia final del convidado de piedra, con su fuerte alegoría).
Diseñado por Renata Schussheim, el vestuario se vio fino, sin rebuscamientos extraños; la escenografía, a cargo de Daniel Bianco, fue funcional, porque a partir de un gran marco dorado que encuadró la boca del escenario, consistió básicamente en paneles “ad hoc” y pocos objetos, todo favorecido por una iluminación, trazada por José Luis Fiorruccio que se adaptó con maleabi-lidad a la propuesta de Sagi.
Carlos Ernesto Ure