“Giulio Cesare in Eggito"
Teatro Colón
Domingo 11 de Junio de 2017
Escribe: Eduardo Balestena
- Ópera en tres actos (1724)
- Música Georg Friererich Händel (1685-1759)
- Libreto: Nicola Francesco Haym
- Cantantes: Giulio Cesare (contratenor), Franco Fagioli; Cleopatra (soprano), Amanda Majeski; Sesto contratenor) Jake Arditti; Cornelia (mezzosoprano), Adriana Mastrángelo; Tolomeo (contratenor), lavio Oliver; Achilla (bajo-barítono) Hernán Iturralde; Achilla, (tenor) Sergio Spina; Curio (bajo) - Mariano Gladic; Nireno (contratenor) Martín Oro.
- Orquesta Estable del Teatro Colón
- Continuo: Stanimor Todorov
- Director artístico: Martin Haselböck
- Dirección de escena: Pablo Maritano
- Diseño de vestuario: Sofía Di Nunzio
- Diseño de escenografía e iluminación: Enrique Bordolini
- Coreografía Carlos Trunski
El temprano siglo XVIII fue una época de cambios estéticos de gran importancia en la ópera: la imposición de temas serios; el desarrollo en arias y recitativos y la consolidación de motivos clásicos son algunos de los lineamientos de la ópera napolitana, de la que Händel fue uno de los principales exponentes.
Una excelente interpretación musical
Concebida con una gran sutileza e inventiva musical la partitura no sólo es extremadamente bella en sí misma sino que cumple una función precisa en el drama, al plasmar acciones y, psicológicamente, a los personajes.
Todo ello es apreciable en el fluir de la música en sí mismo y en su acompañamiento de las arias y recitativos de los personajes, dentro de la concepción estética de arias que responden –según la escuela napolitana- al esquema ABA.
Bajo la conducción del experimentado organista y director Martin Haselbök la Orquesta Estable del Teatro Colón logró una performance a la altura de los mejores organismos musicales dedicados al repertorio del barroco: homogeneidad en la línea, un sonido –en la afinación de 430 hz en el la del clave- suave, depurado y no brillante confirió al discurso musical un sentido intimista y de honda sensibilidad hacia belleza de la propia música. Fueron muy apreciables los arranques suaves en la cuerda y el final no cerrado ni claramente marcado, que se corresponde con tramas de motivos, en sí sencillos, que no tienen un final conclusivo sino que van cambiando en un fluir evocativo de una línea de improvisación. Un discurrir que juega con las tensiones que surgen al marcar el tiempo fuerte del compás y disipar, en el resto de la frase, la tensión planteada al principio, lo cual logra de maneras diversas.
Todo sorprende en este tejido: las frases de una sección de la orquesta y el rol cambiante de un continuo que no solamente forma una base sino que interviene en la elaboración de secciones de respuesta a cuerdas y metales. El continuo aparece cimentado por los contrabajos, absolutamente activos en todo momento, en una gran amplitud de registro; tiorbas y violas da gamba, muchas veces sin un timbre discernible, conforman el sonido general del continuo.
El uso de los fagotes –en el ensamble que aparece en el escenario por ejemplo- en armonía con las cuerdas, brinda una base sonora en la cual no se los escucha separadamente. En otros lugares debe tocar en doble stacato.
Nada se reitera, todo cambia permanentemente y no hay una sola batería de recursos sonoros: al final de una sección de pregunta y respuesta (por ejemplo) sucede una intervención del clave con un motivo completamente distinto, en lo que parece una línea de pura improvisación, una que siempre es funcional al clima o al drama. En otros lugares, como en Va tacito e nascosto, acto I, escena 9, la voz alterna con un instrumento solista -el corno- (Domingo Zullo) que a su vez confiere carácter a la línea de canto.
Excelencia vocal
Intervenciones extensas, de gran carga emocional, matices y una exigencia vocal siempre grande, con permanentes dificultades, ya sea por la amplitud del registro, afinación, melismas y los pasajes de notas muy breves, marcadas e intensas, son algunas de las demandas de una obra donde cualquier problema técnico resultaría muy perceptible.
Debe aclararse que los cantantes debieron cumplir tan importantes exigencias vocales en el marco de las acciones a que la puesta los obligaba: subiendo y bajando escaleras (Cordelia); pedaleando en una bicicleta fija (Tolomeo) o en suspensión en una hamaca en el aire (Cleopatra), entre muchas otras circunstancias.
La soprano estadounidense Amanda Majeski mostró acabadamente una potencia vocal con todos los matices que le demanda una obra que lleva a su personaje a pasiones extremas: desde la seducción al amor y al cautiverio. Claridad; potencia; colores. Su técnica es capaz de abarcarlo todo. “Piangerò la sorte mia” constituye uno de sus grandes momentos.
Adriana Mastrángelo, la conocida mezzosoprano uruguaya, exhibió su voz potente, a la vez delicada, de sólida técnica, con los matices que le demanda el papel: la pena; la ira; la evocación;“Deh piangete, oh mesti lumi” es un ejemplo.
El contratenor británico Jake Arditti fue quizás –por su rol, sus propias características y el carácter de sus numerosas intervenciones- la voz masculina más destacada, por su potencia; la fluidez en el pasaje a lo largo del rango de su registro, y las emociones que fue capaz de expresar. Ello es muy relevante en orden a las propias características de un registro que por sus características tiende a la rigidez.
También Flavio Oliver destacó en su rol de Tolomeo, con una gran fluidez, potencia vocal y limpieza de su extensa línea de canto.
En el personaje protagónico, al destacado contratenor Franco Fagioli le caben las exigencias acaso más intensas en los prolongados pasajes melismáticos y las fiorituras –cuya técnica maneja a la perfección- en que abunda su rol. Alcanzó una mayor potencia en el último acto y mostró opacidad en el pasaje entre la voz de cabeza y voz de pecho, en el registro medio y grave.
El bajo barítono Hernán Iturralde tuvo una destacada actuación, con su voz de sólido caudal y musicalidad. También se destacaron Mariano Gladic y Martín Oro. Ambos, en sus cuerdas, mostraron su gran solvencia, parejo caudal y clara proyección.
La puesta
La objeción más grande a la puesta es su incongruencia respecto al carácter de la música; los personajes y el drama.
En nombre de la idea de que una puesta –en lugar de ser funcional a la acción- constituye una creación en sí misma capaz –si cabe el concepto- de aggiornar a una ópera, se produce una acumulación de elementos ajenos no ya al drama sino a la utilidad a la acción.
Para citar unos pocos, elementos caricaturescos tanto de la obra como de los personajes lo son aquellos con trenzas y hebillas cromadas en el extremo de dichas trenzas; plantas carnívoras que bailan o un Tolomeo en paños menores, con un collar dorado, bañándose en una tina de espuma. La enumeración pormenorizada resultaría demasiado extensa.
Cuánta atención podrían ganar música y canto –las grandes fuerzas que hacen eterna a la obra- en un horizonte de buen gusto, despojamiento e imaginación genuina.
La música, en su larga historia, ha debido soportar coyunturas quizás peores, es de esperar que a la larga se imponga, por su propia genialidad, a las puestas carentes tanto de buen gusto como de respeto hacia ella.