En la clausura del abono de la Filarmónica
FREDDY KEMPF, UN PIANISTA FULGURANTE
Teatro Colón
Jueves 7 de diciembre de 2017
Escribe: Carlos Ernesto Ure
Prokofiev: Concierto Nº 2 para piano y orquesta, en sol menor, opus 16
Dvorák: Sinfonía Nº 9, en mi menor, opus 95, “Del Nuevo Mundo”.
Freddy Kempf, piano
Orquesta Filarmónica de Buenos Aires (Enrique Arturo Diemecke).
Exhibió aspectos brillantes el cierre del ciclo de abono de la Filarmónica, que con gran cantidad de público tuvo lugar el jueves en el Colón. Es que al margen de la Sinfonía del Nuevo Mundo, de Dvorák, se ejecutó en la ocasión una pieza de Prokofiev de infrecuente audición debido a sus endiabladas dificultades. Traído a último momento, el pianista londinense Freddy Kempf reemplazó en esta obra con ventaja a Boris Berezovsky, y su labor, se lo debe decir, resultó admirable por donde la mire.
Fenómeno del teclado
El Segundo Concierto para piano del músico ucraniano, tan distinto del siguiente, es sin duda una pieza originalísima, de notable maestría, con la cual Serguei Prokofiev apuntó a demostrarle al mundo que se podía escribir un trabajo de lenguaje “modernista” (1913), sin agresiones, sin disonancias hirientes, pero con una estructura absolutamente provocativa.
Cimentado por una arquitectura armónica descarnada, si se quiere de fríos tintes expresionistas, su contexto exhibe un lirismo hierático y austero, de corte filoso y penetrante, también presente en otras páginas del compositor. Pero aparte de ello, se trata desde ya de una creación de tocante belleza en su complejo entramado, extraordinariamente espinosa para el pianista incluso desde el punto de vista físico (pensamos que un solista de cierta edad no la podría tocar), por cierto ardua en sus desarrollos expresivos.
En el abordaje de este Concierto de tintes mayúsculos, Kempf (40), en su primera actuación en nuestro medio, plasmó una tarea decididamente deslumbrante. Su toque fue siempre de remarcable limpieza, la pulsación por momentos un tanto recargada, tal vez como lo requiere la obra, resultó impecablemente neta, y además de ello, su destreza técnica pareció de primerísima línea (en medio de un huracán de notas no pifió una sola).
Todos los efectos y recovecos de esta gran partitura fueron indagados por el solista, lo que incluyó acordes rotundos, velocísimas escalas, un aprovechamiento de las variables percutivas del piano en todo su esplendor (la gigantesca cadencia del “andantino- allegretto”), lo que hizo que esta versión cortante, salpicada por acordes de singular energía, espasmódica en sus variables métricas, se convirtiera en un genuino arquetipo.
Sin perjuicio del tumultuoso ímpetu y el sesgo global vertiginoso del tecladista británico (con frecuente recurrencia al pedal para incrementar la potencia), su ejecución mostró siempre absoluto control, y tanto en la marcha del “intermezzo” como en el “allegro tempestoso” final lució también pasajes de elegante fraseo y delicada sonoridad.
La Sinfonía de Dvorák
En la segunda sección, la traducción de la “Sinfonía del Nuevo Mundo”, de Dvorák, fue objeto de una versión si se quiere pulida, pletórica de vivos contrastes, frente a los cuales la orquesta respondió con loable ductilidad y parejo rendimiento de todas sus familias.
El lenguaje plasmado por Diemecke (que se había manejado con criteriosa solidez en la primera parte), fue suntuoso, pasional, melodiosamente bello, ello sin perjuicio de ciertos énfasis exagerados de acuerdo a las características conocidas del maestro mejicano.
Calificación: excelente
Carlos Ernesto Ure