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 "Hamlet" de Ambroise Thomas


Teatro Avenida
Sábado 10 de noviembre de 2018


Escribe: Diego Montero

 

 

"Hamlet", de Ambroise Thomas


Libreto: Michel Carré y Jules Barbier, basado en una adaptación francesa de Alejandro Dumas (padre) y Paul Meurice de la obra de Shakespeare "Hamlet".

 

Elenco:
- Juan Font (Hamlet)
- Constanza Días Falú (Ophélie)
- Mario de Salvo (Claudius)
- Sabrina Cirera (Gertrude)
- Santiago Burgi (Laertes)
- Felipe Cudina Begovic (Fantasma)-
- Gabriel Carasso (Polonius)
- Gabriel Vacas (Horatio)
- Maico Xiao (Marcellus)
- Sepultureros: Gabriel Carasso, Maico Xiao

Coro de Juventus Lyrica. Director: Hernán Sánchez Arteaga
Orquesta de Juventus Lyrica
Escenografía e iluminación: Gonzalo Córdova
Dirección escénica, dramaturgia y vestuario: María Jaunarena
 

          En una nueva muestra de gallardía y amor al arte, la institución Juventus Lyrica volvió a destacarse al presentar la ópera Hamlet de Ambroise Thomas en el Teatro Avenida. Es que el desafío para poner en escena una ópera difícil, ardua y compleja, solo puede lograrse en el marco de un mancomunado esfuerzo del idóneo personal, de una institución que trasciende las fronteras y la historia. El ardor, la dedicación, la meticulosidad y cuidado en todos los detalles, el movimiento escénico y el trabajo actoral, la justeza y precisión de los músicos bajo la eximia batuta del maestro Hernán Schwartzman, fueron notables. Todo el equipo de artistas certificó nuevamente la calidad, ya hecha tradición, que la benemérita entidad posee.

 

          Espinosa tarea nos significa analizar la ópera Hamlet de Thomas.

       Primero, es menester recordar la ancestral rivalidad entre teatro y música que despertó el arte lírico. En ese contexto, claramente la obra de Thomas se encuadra dentro de las obras que acentúan con mayor énfasis la orientación teatral. La música acompaña al texto. No se destaca. Y en ese sentido la escenografía e iluminación propuestas por Gonzalo Córdova, siguió los mismos lineamientos. Varios pequeños paneles de tul blanco sobre toda la superficie del escenario, proyección de sutiles imágenes, el vestuario, de asombroso diseño y confección (realización de María Jaunarena quien también tuvo a su cargo la marcación escénica) fueron creando los diferentes ambientes que la obra teatral requiere.

 

          El segundo aspecto a considerar, es la osadía de usar, por parte de Thomas, la narración de la obra más significativa de la historia de la literatura universal: El Hamlet de Shakespeare. Los intentos por adaptar las obras del genial poeta inglés a la ópera son muchos. The fairy queen, The Tempest (Purcell); La prohibición de amar (Wagner); Macbeth, Otello, Falstaff (Verdi); Béatrice et Bénédict (Berlioz); Der kustigen weiber von Windsor (Nicolai); I Capuletti e i Montecchi (Bellini); Romeo y Julieta (Gounod); A midsummer night’s dreams (Britten), entre otras.


          El problema con Hamlet está en que los siglos XVIII, XIX y XX, no lo entendieron. Los siglos del “modernismo”, acentuado ferozmente en nuestros tiempos, no tienen la menor idea de lo que representa Hamlet. Y Thomas no escapa a esta regla.

 

          Entre los infinitos análisis que de la obra se han hecho, ninguno destaca el elemento primordial y que es el valor intrínseco de la obra. La creación de Shakespeare es un manual de moral. Y no de cualquier moral. Es un manual de moral católica.

 

          Al inicio de la composición original de Shakespeare, todos los personajes están sumidos en la calma y la aceptación de la realidad; todos están inmersos en una tranquilidad soporífera; en la típica desidia burguesa que acepta las circunstancias políticas y sociales con “naturalidad”. Solo el espíritu de Hamlet está inquieto, agitado y fuera de sí. Solo él ve, aún sin conocer las causas de la muerte de su padre, la realidad. Su espíritu, casi al borde de la histeria, no puede admitir ni aceptar esa realidad. El golpe que Hamlet recibe al encontrarse con el espíritu de su padre y tomar conocimiento de las causas de su muerte, habrían llevado a la locura a cualquier mortal. Pero Hamlet es católico. Y un católico no desespera; aprende de los golpes; saca siempre bienes de males, porque un católico, al decir del maestro Helvio Botana, ve esta vida como un trampolín para la otra.

 

          A medida que la obra de Shakespeare avanza, se van invirtiendo los estados de ánimo; mientras todos comienzan a escandalizarse por los múltiples sucesos, que acá no analizaremos, Hamlet a serenarse y crecer moralmente. Pero la serenidad de Hamlet, no es cualquier serenidad. Es la serenidad del Justo; del que sabe qué corresponde hacer. Es la serenidad de quien detenta la Verdad y planifica sus acciones. Es la serenidad del católico.
           La serenidad que Hamlet adquiere, es la misma serenidad que nuestro Señor Jesucristo ostentó frente al perverso y vil juicio en el Sanedrín, y que más odio les infundió a sus autoridades. Esa serenidad es el Señorío. Señorío que lo elevó por sobre la realidad, y le permitió observarla y aceptarla con total dominio desde lo alto.
La obra Hamlet, es una tratado de moral católica porque el personaje se convierte en Señor. Lo mismo sucede en “Crimen y castigo” de Dostoievski y en el “Señor de los anillos” de Tolkien. Los personajes, ruines o débiles hombres, se hacen Señores. Señores de sí mismos.

          El modernismo no puede entender esto. Le es ajeno el señorío. Al modernismo solo le interesa dejarse llevar por los placeres; buscar y desear “sentirse bien”. Los “católicos” modernistas viven para sí mismos. Tienen plazos fijos (jamás podrán ver la terrible perversión de la usura), trabajan para comprar bienes de consumo, para “estar mejor” autoproclamándose “liberales”, y tienen como una de las tantas metas, viajar por el mundo con 30 o 40 sirvientes alrededor, si fuera posible. Los “católicos” modernos no entienden el orden natural, no entienden el valor del servicio y, menos aún, la valía y compromiso de un juramento ante Dios.

 

          Ver a Hamlet levantarse del lecho que compartió con Ofelia –equiparable a ver a Jesús luego de tener sexo con Magdalena, es una cachetada modernista. Ni Hamlet, paladín del “ser cristiano”, ni Ofelia, prístina imagen de pureza, hubieran jamás mancillado sus nombres y honor. ¡Pero esto, no lo entiende el modernismo! ¡El modernismo no entiende la castidad! La odia y se burla de ella.

 

          Thomas es modernista y su obra no tiene trascendencia alguna. Ni musical ni teatralmente. Su visión es confusa y desordenada. Las ideas musicales son pobres. No hay paladines o héroes. Solo histéricos vengativos y hombres perversos. Al intentar aferrase al libreto de Shakespeare sin su sentido original, amén de los agregados propuestos por María Jaunarena que no están en la partitura de Thomas, la obra pierde equilibrio. Para dar un solo ejemplo de los varios, la escena de Ofelia se hizo interminable, y el final, clímax de tensión dramática y momento más importante, se desarrolla muy rápido y de manera vertiginosa.

 

          Un verdadero desatino, primero por parte de Dumas y luego de Thomas, fue basarse en la obra más católica de la historia, después de los Santos Evangelios, ultrajando su sentido.

 

Diego Montero