Al frente de la magnífica London Symphony
BRILLANTE LABOR DE SIMON RATTLE EN EL COLÓN
Teatro Colón
Sábado 18 de mayo de 2019
Escribe: Carlos Ernesto Ure
Britten: Sinfonía de Réquiem, opus 20
Mahler: Sinfonía Nº 5, en do sostenido menor
London Symphony Orchestra (Simon Rattle).
“La música no es un lujo sino una necesidad”, nos decía Simon Rattle hace unos años en Nueva York, “y yo estoy plenamente convencido que puede llegar a modificar la vida”. Nacido en Enero de 1955, el maestro británico recorrió aceitadamente todo el “cursus honorum”. Inicialmente percusionista, luego director asistente en varios organismos, condujo en Glyndebourne (1977), hasta que en 1980 pasó a estar al frente de la Sinfónica de Birmingham. A partir de allí (retuvo el cargo hasta 1998 y convirtió a la orquesta en una entidad destacada), adquirió los perfiles de un verdadero “enfant gâté” de la música inglesa, y su carrera se proyectó con fuerza en el ámbito internacional. Como coronación de este circuito, en 2002 fue elegido titular de la Filarmónica de Berlín en reemplazo de Claudio Abbado, por votación de los propios músicos en la que venció a Barenboim.
No es la primera
Paralelamente con la conclusión de su labor en la capital alemana, Rattle asumió en 2017 la conducción de la London Symphony Orchestra, entidad de alto prestigio, fundada en 1904, con la cual se presentó el sábado en el Colón, en la primera función del ciclo “Grandes Intérpretes Internacionales”.
No era la primera vez que el gran maestro de Liverpool actuaba entre nosotros, como equivocadamente lo señaló un matutino que no es “La Prensa”, ya que en 1997 había venido a Buenos Aires, traído por el Mozarteum Argentino, con la Orquesta de Birmingham.
En este “rentrée”, el ilustre artista, desde ya una de las grandes figuras de la dirección orquestal de las últimas décadas, se manejó en el podio con una nitidez gestual notable (fueron llamativamente diferentes los ademanes de ambos brazos), un control absoluto y de extremada fluidez de intensidades y gradaciones, de cambios de velocidad y dinámica. Sus búsquedas expresivas se desplegaron por cierto en un arco de espontánea naturalidad, sus indicaciones fueron siempre convincentes, hondamente sugestivas.
En lo que hace al conjunto, que vistió de frac, cabe apuntar que todas sus filas revelaron un nivel de muy alta y pareja calidad. Ajuste y afinación decididamente perfectos, esmaltado equilibrio, exquisita tersura en los sobreagudos de los violines, “instrumentinos” de texturas globales impecablemente diáfanas, a todo ello se sumó una familia de cellos de cubierta y clara sonoridad, admirable en la nitidez y entidad de los pasajes tenues y pianíssimos llevados a extremos verdaderamente infrecuentes.
El “adagietto”
La velada se inició con una concesión a la producción inglesa, la “Sinfonía de Réquiem” (1941) de Benjamin Britten, curioso trabajo litúrgico que no es de ejecución habitual fuera de Gran Bretaña, en el que confluyen dialécticamente esquemas de vaguedad tonal con otros de tonalidad definida, y finalizó como bis con fragmentos de “El pájaro de fuego”, de Igor Stravinsky, tímbricamente espinosas.
El plato fuerte de la noche fue desde ya la Quinta Sinfonía (1904), ni romántica ni programática, a la que Gustav Mahler, en sus aspiraciones de trascendencia metafísica, dotó de una morfología y un lenguaje de avasallante creatividad.
Fue en esta obra, extensa, compleja, influenciada por la poesía de Rückert donde se explayó con magnífico vuelo el liderazgo de nuestro visitante. Siempre enérgico, vibrante Rattle, sin partitura, manejó a sus dirigidos como si se tratara de un único y formidable instrumento en su capacidad expresiva, un órgano proporcionadamente maleable en sus registros y colores. Rotundo en el inicio, esbelto en el abordaje de las líneas melódicas de la “marcha fúnebre”, el segundo movimiento, “tormentoso y agitado” se desplegó con trazos elocuentes en un marco de claroscuros y matices, si se quiere de exquisita melancolía. El enorme “scherzo”, tan particular, pareció un genuino modelo de pureza en transiciones y giros valseados, al tiempo que el “rondó” final lució ajuste acabado en sus antífonas y pasos fugados, contrastes y progresiones.
Sin embargo, el momento mágico de la velada, de esmerado fraseo, fue el célebre “adagietto”, que Mahler concibió como homenaje a esa figura extraordinaria que fue Alma María Schindler, con quién se estaba casando en esos días. Utilizado como banda sonora de “Muerte en Venecia”, de Luchino Visconti y “uno de los más conspicuos cantos de amor jamás imaginados”, este episodio sólo para cuerdas fue vertida con portamentos y “rubati” ingrávidos, magnífica pureza en sus intertextualidades y una hondura comunicativa que será difícil olvidar.
Calificación: excelente
Carlos Ernesto Ure