En el Teatro Real
“LOS MAESTROS CANTORES” EN MADRID
Teatro Real, Madrid
Jueves 2 de Mayo de 2024
Escribe: Carlos Ernesto Ure
Madrid (especial)- Inaugurado por Isabel II en 1850, el Teatro Real, de Madrid, se vio obligado a cerrar sus puertas en 1925 debido a su insanable deterioro edilicio. Y a partir de allí, un largo silencio, que se extendió hasta 1997, cuando totalmente restaurado y remodelado recién pudo ser reabierto para la ópera, con la presencia de los reyes Juan Carlos y Sofía. Desde entonces, y hoy bajo la dirección general y artística de Ignacio García-Belenguer y Joan Matabosch, el Real ha venido realizando incansablemente temporadas sucesivas, procurando siempre alcanzar alto nivel, ello a punto tal que fue galardonado en año reciente con el “International Opera Award” como sala lírica más importante de Europa.
Emplazado sobre la plaza de Oriente, frente al Palacio Real, el recinto madrileño presentó una nueva edición de “Los Maestros Cantores de Nürenberg”, jugada desde ya arriesgada por la envergadura mayúscula de la enorme creación wagneriana, y la representación, que se extendió por cerca de cinco horas y media, bien puede decirse que con sus más y sus menos, resultó plenamente exitosa en el plano musical.
El coro y la orquesta
Al frente del coro de la organización encontramos a José Luis Basso, discípulo de Romano Gandolfi, quien luego de dirigir los coros de la Wagneriana, el Argentino y el Colón, se trasladó al viejo continente, donde viene realizando una carrera de primerísima categoría. El maestro porteño, en efecto, se desempeñó como titular de las masas del San Carlo, de Nápoles, del Maggio Musicale Fiorentino, el Liceo y la Opéra de París. Ahora, dese 2023 en esta ciudad, sus logros destacaron por cierto nítidamente, ya que el ente a su cargo, en un cometido nada sencillo, mostró perfecto ajuste y sincronización, belleza canora, impactante potencia y ductilidad (los corales de San Juan y “Wach auf”).
En el podio estuvo el granadino Pablo Heras-Casado, músico en permanente ascenso (incluso por su actividad sinfónica), figura para ser tenida muy en cuenta, cuya traducción de la comedia lírica del autor de la Tetralogía fue decididamente magnífica. Equilibrado, siempre fluido e impecablemente controlado, con toques de poesía y elevado vuelo expresivo, el discurso expuso matices e intensa comunicatividad (notable en el magistral, melancólico Preludio al tercer acto). Por su lado, la Orquesta Sinfónica de Madrid nos sorprendió por la calidad de sus maderas y bronces, su acabado ensamble, su bien modelada proyección sonora.
Los cantantes y la puesta
Entre los solistas vocales, el reconocido barítono canadiense Gerald Finley (Sachs), un tanto monocorde en sus inflexiones, cantó de todos modos con incuestionable aplomo y categoría, al tiempo que el tenor alemán-croata Tomislav Muzek (Walther), luego de un inicio un tanto apagado, lució metal esbelto y firme en el pasaje alto, de espléndida línea y elocuencia (fue muy bonita su versión de la Canción del Premio). Por su lado, tanto el coreano Jongmin Park (Pogner) como el británico Leigh Melrose (Beckmesser) y el germano Sebastian Kohlhepp (David) exhibieron registros enteros y bien armados, especialmente este último. En cuanto a la soprano de Chicago Nicole Chevalier (Eva), de raíces mozartianas, bien puede decirse que su voz no está para Wagner.
Lo que deslució la versión (y contra esto debió luchar el concertador) fue desde ya la híbrida producción de Laurent Pelly. Con criterio si se quiere ahorrativo, el “regisseur” francés plasmó un marco visual permanentemente inocuo (todo fue librado a la imaginación creativa de cada espectador), montado sobre una plataforma desnuda, a la que se agregaron unas sillas en el primer acto, casitas de cartón en el segundo, una moderna estancia-casa-taller de zapatero en el tercero, en cuya parte final, la mala ocupación de los espacios centrales (el palco escénico tiene 18 metros de embocadura) desembocó en un pueril y aplastado desarrollo de la fiesta. Los movimientos de conjunto y los actorales revelaron falta de ideas, el vestuario fue estéticamente indescifrable, y la iluminación pareció elemental, al igual que algunos detalles (Pogner como un decrépito que caminaba ayudado por un trípode, Beckmesser, un rengo payasesco, Walther, un recio galán hollywoodense).
Carlos Ernesto Ure